Que solo es uno,
admite la abogada y periodista rionegrina.
El artículo que aquí se reproduce pertenece al diario "Río Negro Digital" de fecha 22 dic 2017 -
Por Marcela Marín
Los cinco platos de mi vida. Eso nomás me
pidieron y ya me sentí de nuevo en la cocina de mi abuela Elisa. Elisa Buganem
de Lucero. En la casa de Valcheta, impenetrable para el calor del verano,
abierta para quien guste pasar. Sentada, qué dolor en las rodillas, picando
nueces en milímetros para la milhojas del 4 de enero. Era su cumpleaños y la
época en la que siempre volvía mi abuelo, Severo, manejando su camión desde el
sur, con su comparsa de esquila y la cabina cargada con los piches y las
perdices que habían cometido el error irremediable de desafiar su puntería pero
que tendrían, en compensación, el honor de terminar en el horno o en el
escabeche de Elisa.
Matizador color plata le ponía yo a mi abuela
mientras picaba. Y unos diez o doce ruleros en su pelito suave como seda. Suave
como las manos más suaves que hayan existido, que eran las de ella.
Nunca aprendí a hacer su milhojas, porque verla
flotar en su cocina, bañada en la música de su tenue silbar, era un arte que no
puede ni debe ser imitado.
Era famosa la milhojas. Dos días tardaba en
hacerla. Apenas amanecía, para aprovechar la fresca por tanta manteca, le daba
vueltas y vueltas al hojaldre, media vida con el mismo palo de amasar, de
madera maciza y oscura, cachado en una punta como prueba de experiencia. Y en
la despensa iban reposando las capas recién horneadas hasta el sagrado ritual
del dulce de leche y la cobertura de las nueces del día siguiente. Y cumpleaños
asegurado.
Que vengan nomás Nélida y el Negro Lai, Celina y
Mimí con las nenas, y Griselda y Perica y “las Tatatas”. Y Tatano y Cristina. Y
mis viejos. Y mis primos. Y Chola y el tío Tití. Y Sabina y Ángel. Que no vaya
a faltar una sidra bien fría para Gabina, que tanto le gusta. Que vengan, que
hay milhojas para todos.
Y nosotros, los cuatro nietos, alrededor de los
viejos escuchando los inagotables cuentos de Severo, que nos causaban la misma
risa, la misma admiración, la misma sorpresa, siempre. Cada vez como si los
escucháramos por primera vez.
Parece que con los días la milhojas se ponía
mejor (como si eso fuera posible). Y por cuatro o cinco tardes más, con el mate
y más visitas, otro pedacito hasta las últimas migas. Cotizaban bien las
últimas miguitas. Los requechos, les decía mi abuela.
No hubo jamás, hasta su último día, un nieto al
que le faltara una milhojas por su cumpleaños. Con una cartita breve y un
sobrecito con unos pesos, en una caja que de favor siempre alguien llevaba,
Elisa despachaba las milhojas para Bahía Blanca, para Allen o para Roca. Cuando
llegaba la mía en marzo sólo los amigos del alma tenían el placer de probarla,
porque la milhojas de Elisa justificaba ciertos privilegios.
Cinco platos me pidieron, pero en uno se resume
todo.
Si hay receta para el amor más tierno y para la
gratitud más honda, sepan todos que lleva hojaldre, dulce de leche, nueces
picadas y las manos de mi abuela en su cocina de Valcheta.